Miguel Ángel Almodóvar
El poeta Pablo Neruda llegó a Madrid en mayo de 1934 como cónsul de Chile y en un tiempo record ya se hallaba plenamente integrado en los bullicios círculos literarios y artísticos de la llamada Generación del 27, de la que también fue activo muñidor en lo coquinario y tabernario. El bardo gastronómico chileno que dedicó odas y escritos a la alcachofa, a la papa frita, al bistec de hígado o al caldillo de congrio, fue el poeta que escribió: “Quiero sonetos comestibles, / poemas de miel y harina”, y el hombre que, en su personal exaltación de la amistad, creía que: “… la alegría de convivir es la alegría de concomer”, porque “… la camaradería no sólo debe ser generosa, sino sabrosa”.
Los dos años que pasó en la capital, fueron así muy intensos en el concomer con sus camaradas y tal quiso recordar en su momento el restaurante madrileño La Fonda de la Confianza, donde su alma pater, Paco Patón, preparó un menú madrileño-nerudiano.

Abrieron plaza con las Croquetas manolas, que el propio Neruda, junto a Federico García Lorca, Concha Méndez, Luis Cernuda, María Teresa León, Rafael Alberti, Maruja Mallo, Luis Buñuel, Miguel Hernández y otros del 27, tomaban en Casa Manolo, calle Jovellanos, 7, casi enfrente del Teatro de la Zarzuela y a un paso del Congreso de los Diputados. Hoy, su barra, sus percheros, su enorme caja registradora y por encima de todo sus croquetas, siguen tal cual las dejó el chileno.
Siguieron unas Alubias a la bretona, que la misma o similar parroquia se embaulaba en la Taberna de Pascual o Casa Pascual, en el número 14 de la calle de la Luna, hoy 16, que abrió sus puertas en los inicios del siglo XX. Anunciada en prensa como Pascual Álvarez, vinos y comidas durante las primeras décadas, pasó a llamarse Casa Álvarez, y final y formalmente Restaurant Casa Pascual a partir de los años treinta. El local permanece cerrado desde hace años tras un mugriento y destartalado cierre metálico.
Acudió seguidamente a la cita una Palometa frita, que el protagonista de la historia degustaba casi de cotidiano en una taberna en los bajos de la Casa de las Flores, donde residió durante su aventura madrileña y sita en la calle de Hilarión Eslava, 2 en el barrio de Argüelles.

Se trataba de un bloque de viviendas diseñado por el arquitecto alemán Michael Fleischer por encargo del Banco Hispano Colonial, que se terminó de construir en 1931, el año de la proclamación de la II República y tres antes de la llegada de Neruda a Madrid.
Hoy ya no queda rastro del bar donde el poeta tomaba esas pimpantes tajadas del pescado que en chile llaman reineta o pez hacha. Tampoco de la casa de comidas aledaña en la que se metía entre pecho y espalda un filete con judías y una botella de vino de Valdepeñas, al precio de una peseta. Al menos, que es más que nada, el caminante puede seguir admirando el edificio, casi totalmente en derribo tras los bombardeos durante la Guerra Civil, posteriormente reconstruido y declarado Monumento Nacional en 1981
El viaje gastronómico que el maestro Patón concibió para la ocasión, concluyó pues con el cóctel que Neruda ofrecía en la terraza del edificio a su pandi y que bautizó como Croquetelón, a base de Cointreau, licor francés de cáscaras de naranja; coñac, desde hace mucho tiempo nominado brandy; champagne; y zumo de naranja.

De tan feliz iniciativa queda aquí recuerdo para la historia y La Fonda de la Confianza dejará su huella de memoria lírica como en su día lo hiciera la Taberna Pascual en el poema que, con el título A José Caballero, desde entonces, Neruda escribió en su Isla Negra en marzo de 1970: “Dejé de ver a tantas gentes,/ ¿Por qué?/ Se disolvieron en el tiempo./ Se fueron haciendo invisibles (…) Dejé la calle de la Luna/ y la taberna de Pascual./ Dejé de ver a Federico./ ¿Por qué?/ Y Miguel Hernández cayó/ como piedra dura en el agua,/ en el agua dura./ También Miguel es invisible./ De cuanto amé, qué pocas cosas/ me van quedando para ver,/ para tocar,/ para vivir”.
Madrid, presente, ahora y siempre.